viernes, 28 de noviembre de 2014

Myanmar Parte 1: Con Laura


Todo partió cuatro años atrás en Kolkata. Inevitablemente Kolkata, en donde conocí a Laura, una italiana con la que pactamos reunirnos en dos años más para hacer un viaje por Asia que partiría en Pakistán y terminaría en Cambodia, pasando por Myanmar.Firmado.

Cumplimos el sueño. Con dos años de retraso y cinco países menos, pero cumplimos el sueño. 


Y si hablamos de sueños, y si hablamos del verdadero origen, todo se remonta al momento en el que tuve el primer atlas en mis manos, en segundo básico. Entonces me enamoré de los mapas y no paré de inventar rutas imaginarias por el mundo; siendo el primer destino con el que soñé en mi vida, Birmania, que años más tarde cambió de nombre a Myanmar. Un pequeño país entre India, Tailandia y China, que de seguro era maravilloso, pero nadie lo conocía, entonces yo lo descubriría. 

Y ahora estoy acá. Sin embargo, no es mucho lo que se puede hacer en Myanmar. Más de la mitad del país está restringida.  Así que sólo puedes andar por la burbuja que tienen preparada para turistas y viajeros. ¿No les conté? El país está bajo una dictadura que es mejor mantener maquillada para los extranjeros. Pero con Laura nos las arreglamos para hacerle el quite a la sombra de la realidad por un rato y poder encontrarnos con uno de los países más maravillosos que he visitado y con gente auténticamente amable, aún no completamente “corrompidos” por los turistas.

Nos encontramos en Mandalay y compramos altiro el pasaje en tren para Bagán. El barato. No fue fácil. No nos querían vender el pasaje porque el tren era muy “bumpy & slow”. Nos recomendaban el tren para turistas que costaba más de 10 veces más. Pero somos viajeras, no turistas. Nos subimos al local train. ¡Qué viaje más entretenido! Para nosotras y para la gente del tren que no paraba de mirarnos con risa, incredulidad y cariño. El viaje no fue tan terrible. Fueron casi 12 horas en una banca de plaza, pero caminábamos en el vagón, comprábamos todo tipo de comidas deliciosas que no pararon de subir al tren y por supuesto, arreglamos el mundo. 



Llegamos a Bagán, un sitio arqueológico con miles de pagodas con siglos de historia. Un lugar vivo. Los Budas de las pagodas tenían flores y ofrendas. La gente aún visita los templos y vive su creencia.

Arrendamos bicicletas eléctricas que más parecían motos (estilo scooters). Como nunca he manejado moto (dudo que la vez que de osada/no muy inteligente arrendé una en Tailandia pueda contar como experiencia), fue un poco “complicado” al principio, el viaje no estuvo libre de “percances”, pero luego dominé el asuntillo y le sacamos el jugo a las vueltas por Bagán. Encontramos nuestro lugar perfecto para ver el atardecer. Lejos de las recomendaciones de la Lonely Planet, así nos evitaríamos los tumultos de turistas (turistas, puaj!). Emocionadas llegamos al atardecer para encontrarnos con que nuestro lugar secreto no era tan secreto, pero desde el techo veíamos el “punto lonely planet”, y agradecimos nuestra limitada compañía. 


Para el amanecer, también teníamos otro lugar secreto, el techo de una pagoda que apuntaba perfecto a los globos de aire que salen al amanecer. Arrendamos bicicletas de pedales esta vez y partimos a las cinco de la mañana. No consideramos un pequeño detalle. La Pagoda estaba cerrada con candado. Decididas a ver el amanecer desde “nuestra” pagoda,  rodeamos el lugar convencidas de que mágicamente aparecería un pasadizo secreto que no apareció. Pensamos en trepar la pagoda, pero nos detuvo la conciencia de dañar una reliquia arqueológica, no nuestra falta de agilidad. Finalmente tuvimos la genial idea de tratar de abrir el grueso candado de casi 10 cm que se interponía en nuestro camino. Saqué un aro de mi banano, estiramos el gancho y empezó nuestro intento por abrir el candado bajo la mirada aguda del Buda. Sorprendidas de que ninguno de nuestros planes maestros para irrumpir en la pagoda haya resultado, volvimos al camino para seguir a la multitud, cuando nos cruzamos con la entrada de nuestro lugar secreto para el atardecer, y rápidamente partimos a ese techo que perfectamente se alzaba sobre Bagán. Sólo un intruso se atrevió a hacer uso de nuestro lugar, pero somos generosas. Dejamos que se quedara.

En Bagán también hicimos un paseo en bote por el río Irrawadi, que atraviesa Myanmar de norte a sur y que recorrerlo se ha convertido en una especie de obsesión para mí. Imposible hacer el trayecto completo con las prohibiciones actuales del “gobierno”, nos conformamos con un paseo familiar en bote, acompañadas de padre e hijo, tan increíblemente caballeros que me encantaría poder describiros mejor; un paseo que nos llevó por pagodas que sí tenían pasadizos ocultos, aunque no los exploramos completos, llegamos al punto en el que nos dio susto continuar por tanto laberinto. ¡Así de Indiana Jones nuestro viaje!

Atención a la botella con bencina y manguera hacia el motor. 
Seguimos hacia Kalaw, desde donde partimos un trekking por tres días entre montañas y campos Myarmanos. Las montañas contrastaban con los campos de ajíes rojos, de maravillas amarillas y de zanahorias de flores blancas. Los campos de arroz contrastaban con los colores de la gente que los trabajaba, y el cansancio contrastaba con cada sonrisa que encontrábamos en el camino.




Dormimos en una casa de bambú de una familia en una villa Palaung. La segunda noche fue en un monasterio de madera a los pies de una montaña, y el tercer día llegamos al Lago Inle, el que atravesamos en bote.



Un par de días en el Lago Inle, otro paseo en bote por los campos de tomates cultivados por sobre el lago, donde cosechaba la familia de nuestro botero, adonde nos llevó después de que le pedimos que no nos llevara a más tiendas para turistas (no nos calza el adjetivo), en las que incluso nos encontramos con las mujeres de anillos en el cuello.  




Y llegó la despedida. Laura tenía que volver a Italia. Pero yo sigo dando vueltas por Myanmar.

Mi sueño de estar en Myanmar se cumplió. Nuestro sueño con Laura de reunirnos en un viaje se cumplió. Los sueños sí se vuelven realidad...sólo hay que creer... 




viernes, 14 de noviembre de 2014

Kolkata: Same, same, but different in many, many colours.

Cuatro años atrás estaba sentada en la tienda de Sudder Street N°7, empezando a conocer a Sanjay, Akash y Salim. Sanjay me pasa una kurta roja y yo le pregunto si la tiene en azul. “Of course. We have many, many colours”. Con esa familiaridad a la que ya me estaba acostumbrando, y luego me pasa una kurta verde. “Sanjay, ésta es verde, no es azul”. “Yes! Same, same but different”.

Así es Kolkata. Same, same, but different. And always in many, many colours.

Cuatro años vuelvo al mismo callejón de Sudder Street N°7. La tienda está recomendadísima en Trip Advisor y ya no sólo es una tienda, ahora son dos y Salim ya no tiene cara de niño. Ahora tiene bigote, anda en moto y me muestra fotos de sus paseos a Goa con “sus amigas”. Pero los many, many colours siguen ahí. Todo sigue same, same, but different.

Paddy  me lleva a un Festival de Música Latina en Kolkata. Es el pianista y fundador de la banda de Jazz “Latin Asia”. Mientras espero el concierto en primera fila con el pase VIP que me consiguió, escucho a las chicas de alrededor decir “the piano player is supossed to be really good”. Y yo pienso “¡claro que es really good! Y es mi amigo, ejem, ejem”. Termina su presentación y nos tomamos algo con el resto de la banda. Cuatro años atrás era lo mismo, pero con el lote de los que trabajábamos en IIMC. Vamos a cenar al Peter Cat. Los Kebabs siguen siendo los mejores del mundo. Nos encontramos con amigos y todo sigue, same, same but different.

Me encuentro con Jacquie. La conocí cuando trabajábamos para las hermanas de la Madre Teresa. Una cerveza en el Fairland, un café en el Spanish Café, un mojito en el Blue and Beyond…  All same, same, but different.

Llegué a Kolkata de noche a un aeropuerto completamente renovado, pero el viaje en taxi a Sudder Street fue el mismo. 

Yo no soy la misma. Creo. 

Llego a la pieza en la que viví un tiempo cuando llegué por primera vez. Al día siguiente me cambié. Nada mucho más lujoso, pero me costó creer que fui capaz de vivir ahí. Me engaño sola y me digo que son cosas de edad, no es de pituca. Sigo igual de hippie, pero mientras tenga baño privado. Ignoro cualquier sentimiento de decepción conmigo misma y me sigo engañando. 

En Kolkata soy feliz. Sigo siendo sencillamente feliz sólo de estar acá. Me paso los días haciendo nada en la tienda de los many, many colours, o de los beaucoup, beaucoup colours si los que pasan de turno son franceses. Y estando sin hacer nada, todo pasa. Conozco a gente de todo el mundo, conozco historias increíbles de todo tipo y hasta el grupo cristiano de California me cayó bien.

En esta ciudad fluyo. Fluyo con la arquitectura de la que alguna vez fue la capital del imperio británico, con sus olores, con sus pilas de basura y con sus taxis amarillos sacados de una película de los ‘60.

Mor, una israelita que también pasa a menudo por la tienda, revisa las fotos de su cámara. “Éstas fotos son exactamente iguales a las que tomaron mis papás 20 años atrás. Sólo que la gente de mis fotos camina con celulares”.

Y yo acá, aunque más pituca, sigo same, same, but different. Porque sigo siendo inmensamente feliz estando en Kolkata. Sin necesidad de hacer nada.


Si tuviera que definir Kolkata, a pesar de sus many, many colours, la definiría como una foto en Blanco y Negro. Ésas que uno ve con nostalgia, ésas que te hacen desear que el tiempo no pase para poder volver al lugar que quedó retratado en una foto de antaño. Volver a Kolkata es volver a la  misma foto. Con el sentimiento de nostalgia que inspira una foto en Blanco y Negro incorporado en cada sentido. Kolkata es un magneto. Amo esta ciudad. La amo.  

Cuatro años atrás, en la tienda.

En la otra tienda.

Con Paddy (the famous jazz piano player).

Salim con bigote.

sábado, 8 de noviembre de 2014

Todo es posible en Nepal.

Creo que nunca logré hacer “click” con Nepal. No tengo claro el por qué. ¿Falló la química? No puedo decir que el ruido, el caos, el tráfico, el estrés de cruzar la calle, de caminar por las calles sin veredas, la conducción al límite de los chóferes de bus, o la basura o los olores, me hayan jugado en contra. Esos detalles ya están interiorizados e incorporados en el sistema, pasaron a ser tan molestos como una mosca volando, no más que eso. Sencillamente, Nepal y yo no fluimos del todo.

Tal vez me faltó acercarme más a la montaña. Pero entre que había tormenta de nieve en Annapurna y no había pasajes para la región del Everest, no quedó otra que postergar los planes de montaña. Lo más cerca fue llegar a Nagarkot, desde donde tuve uno de los amaneceres más maravillosos por sobre las nubes y con el sol saliendo por detrás del Everest. Pero mi experiencia en Nagarkot quedó obnubilada con la separación forzada de mi cámara fotográfica.




Katmandú es una ciudad fascinante. Con cada uno de sus templos a la vuelta de la esquina y sus tantos rincones en los que el tiempo sencillamente se detuvo. Nuestros amigos del sucucho-restaurant fueron los mejores anfitriones con el más recomendable “dut chia” (té con leche) y con el premio a la innovación por sus “chicken naan”. La comida más rica que comí en todo Nepal. Y me enseñaron a cocinar en el horno tandori, así que vuelvo con toda la motivación de construirme un tandori en mi casa para hacer naan con la Antonia.

Mujer cerneando arroz.

Nepalíes y extranjeros jugando fútbol en medio de los templos de Baktapur.
En realidad a la vuelta de la esquina se encuentra de todo.

Ya que no pude subir a la montaña, bajé a la jungla. Todo es posible en Nepal. Tomé varios safaris, el más normal fue uno en canoa, de esas preciosas de tronco de árbol. El safari en elefante ya era medio raro, pero simpático. Cuando venía el safari caminando y mi guía me lo dice con un palo estilo colihue en la mano, intentando demostrarme que el resguardo está contemplado; no me lo creí. De seguro era un paseo en el bosque donde no había más que con suerte, un venado, pensé. Pero luego aparecen las huellas fresquitas de leopardo en el barro al lado de las lagunas y después de haber visto tanto cocodrilo grandote en el río, tanta laguna me empezó a parecer sospechosa. Pero no, los cocodrilos no salen a atacar, esperan en el agua así que sigamos caminando.

Lo pasé bien en Nepal. Con la Tina y la Maheva nos reímos montones y todos fueron increíblemente amables y simpáticos con nosotras. Y tuvimos la mejor de las despedidas. Cuando la Mae llegó, día 3 del viaje, tuvo el antojo de un Margarita Frozen, que luego buscamos incansablemente (conscientes de lo insano e ilógico de nuestro cometido). El último día no solo encontramos el Margarita Frozen, sino que encontramos un Pitcher de Margaritas Frozen! Y a los mejores músicos nepalíes en vivo. El cierre perfecto.

Se hace lo que se puede sin mi súper camarita...



Fue simpático estar en Nepal. Quiero volver. Una segunda oportunidad para recorrer los Himalayas. ¿Mi razón a pesar de la falta de conexión? La sorpresa final que Nepal me tenía guardada. Ya arriba del avión, el rumbo a Kolkata era prácticamente un recorrido aéreo por sobre las nubes desde donde sobresalían majestuosamente los Himalayas. Hermoso. Emocionante. No sé cómo describirlo. Cuando el piloto anuncia que esos dos montes particularmente altos son el K2 y el Everest, y yo los tenía a la vista, ahí mismo, cerca, muy cerca; entonces me prometí volver.

 Y eso que la foto es del avión y con cámara normalita. 


Y claro, volver implicará encontrarse con una de estas tantas cosas entrañables que se descubren en los viajes:

  •    Pedir un cuchillo y que vuelvan con un machete y una cuchara.
  •  “I want a cheese sandwich and a glass, please”, “No madam, sándwich is grilled is not glass”.
  • “Toilet time!” Grito del “auxiliar” del bus en una parada en medio de la nada.
  • Las chalas estilo condorito en las entradas de los baños de los hoteles. “Prestadas”.
  • El baño diseñado para pitufos de Baktapur.
  • Ver al vecino de mesa pedir una lasaña. Ver que le llega una sopa. Escuchar al vecino decirlo al mesero “no sería mala idea hornear la lasaña”.
Y los geniales columpios de bambú:







lunes, 3 de noviembre de 2014

33

Tengo una fascinación con los techos, con los roof tops. India y Nepal tienen sus construcciones de tal manera que son de lo más típico, por eso cuando tenía que decidir cómo celebrar mi cumple no dudé en por fin cumplir el sueño de celebrarlo en el roof top.

La Tina y la Mae se movieron con todo. Todo el hotel se enteró de que yo estaba de cumpleaños y nos ordenaron mesa y sillas para que pudiéramos tener nuestra celebración en el roof top. Todavía tenían las luces de Diwali colgando desde el techo. Eso, sumado a las luces de la ciudad que se veían desde lo alto y la ropa de los turistas colgando desde la baranda, le dieron el toque místico a la celebración. Más un vino chileno, que es vino predominante en las pocas tiendas en las que venden vino, más queso de yak con picoteo y lista la celebración.

Echamos de menos mi cámara para las fotos, pero con el cel de la Tina algo hicimos.

Mis 33 parten en Kathmandu. Es indiscutible que tiene estilo.


(Gracias a todos los que me saludaron!! Se me hace necesario sentir todo ese cariño cuando se está un poquito lejos).