jueves, 29 de enero de 2015

El primer café en Italia.



No se confunda. Sigo viviendo en mi hermosa casa francesa con persianas de madera y hoyos en los muros, heridas de bombardeos de la segunda guerra mundial; a los pies de la montaña y con vista al palto y al mediterráneo.

El contexto: trabajo en una granja orgánica, recogiendo mandarinas, paltas, sacando malezas, jugando con caquita de caballo, recolectando las hojas raras que piden los chefs de Mónaco y de otras pituquerías de alrededor. A cambio me dan casa, comida, vino et fromage. Y más vino. Y una onda francesa que Alexandra, la dueña, sabe crear muy bien, a pesar de ser neozelandesa. Todo esto en Menton, entre Mónaco e Italia. Si lo buscan en Google, aparte de encontrarse con imágenes del más encantador de los pueblos de la Cote d’Azur, se van a encontrar con el Festival del Limón y sus carros alegóricos hechos con limón y naranjas (no miento, de verdad hacen una Fete de Citron todos los años).

Un día salí a caminar. Y pronto, muy pronto, había llegado a Italia. Vivo cerca de la frontera, en un lugar donde literalmente puedo decir “Voy a Italia y vuelvo”. Y eso, aunque sea una pelotudez , me encanta. Fui por primera vez a Italia caminando, me senté en una cafetería y con todo el chamullo interno que hay en mí, pude pedir con toda soltura “Ciao! Un café nero, per favore. Gratze”. Algo que después de su buen tiempo en Francia todavía no me sale. Si tan sólo pudieran ver las caras de cada mentoniano al que me atrevo a hablarle en francés, oh la la!

Volví a Italia para un paseo dominical de Albenga a Alassio, recorriendo la antigua vía romana. Para una celebración de cumpleaños en un restaurante japonés (que resultó ser mi primera ida a un restaurante en Italia). Y para otro paseo dominical en San Remo, donde comí mi primera pizza italiana y mi primer gelatto. Mamma mía!!


Y así pasan mis días. Caminatas por Menton y alrededores, cafés, eclairs. Me despierto con el efecto óptico del amanecer que permite que se vean las montañas de Córcega desde mi ventana. Desde la misma puedo ver los atardeceres que inspiraron a Cezanne e impresionarme de lo francesa que es mi vida y de cuanto me encanta. 


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