No se confunda. Sigo viviendo en
mi hermosa casa francesa con persianas de madera y hoyos en los muros, heridas
de bombardeos de la segunda guerra mundial; a los pies de la montaña y con
vista al palto y al mediterráneo.
El contexto: trabajo en una
granja orgánica, recogiendo mandarinas, paltas, sacando malezas, jugando con
caquita de caballo, recolectando las hojas raras que piden los chefs de Mónaco
y de otras pituquerías de alrededor. A cambio me dan casa, comida, vino et fromage. Y más vino. Y una onda
francesa que Alexandra, la dueña, sabe crear muy bien, a pesar de ser neozelandesa.
Todo esto en Menton, entre Mónaco e Italia. Si lo buscan en Google, aparte de
encontrarse con imágenes del más encantador de los pueblos de la Cote d’Azur, se van a encontrar con el
Festival del Limón y sus carros alegóricos hechos con limón y naranjas (no
miento, de verdad hacen una Fete de Citron
todos los años).
Volví a Italia para un paseo
dominical de Albenga a Alassio, recorriendo la antigua vía romana. Para una
celebración de cumpleaños en un restaurante japonés (que resultó ser mi primera
ida a un restaurante en Italia). Y para otro paseo dominical en San Remo, donde
comí mi primera pizza italiana y mi primer gelatto. Mamma mía!!
Y así pasan mis días. Caminatas por Menton y alrededores, cafés, eclairs. Me despierto con el
efecto óptico del amanecer que permite que se vean las montañas de Córcega
desde mi ventana. Desde la misma puedo ver los atardeceres que inspiraron a
Cezanne e impresionarme de lo francesa que es mi vida y de cuanto me encanta.
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