martes, 10 de abril de 2012

El Padre Gabriel.




Con cuidado le sirvió el vino en su vaso. No mucho, que el doctor lo había prohibido por sus más de noventa años. Esas ridiculeces con las que salen los doctores de repente. 


Le sonrió y le dijo "Good, boy! Good, boy!". El Padre Gabriel no era una persona que sonriera mucho. No era una persona que sonriera en lo más mínimo. Pero cuando le servían vino la sonrisa se escapaba sola. 


Su corto genio no era la única razón por la que no se podía conversar con él. A los noventa y tantos sus oídos no lo acompañaban y su marcado acento inglés no era fácil de descifrar entre los pocos dientes que le quedaban. Aún así, la razón más fuerte por la que no se podía conversar con él era tan fuerte como lo era su olor. Un inglés que nunca marcó su vida con hábitos de aseo, no la iba a marcar de viejo.


Estuve un mes compartiendo con él en la misión de Saint Joseph en Swazilandia. A la semana de olerlo y verlo con la misma ropa, se lo comenté a otro de los padres de la misión. Una risa fuerte y una mirada de niña tonta me respondieron. "¿Una semana? Lleva meses sin cambiarse de ropa!". Sus uñas eran un poco más cortas que sus dedos, la silla de ruedas en la que se desplazaba olía a orines y literalmente era imposible estar con él en un espacio cerrado. La marca del miércoles de ceniza le duró más de una semana en la frente.


Testarudez irrefutable. A la enfermera que le contrataron para que lo asistiera la sacó a patadas. Y por patadas quiero decir patadas. Para qué enfermera? Si él se las puede arreglar por sí solo. Y ese arreglárselas por sí solo es simple: ni asearse ni cambiarse de ropa. 

¿Cómo un huérfano inglés que se dio paso en la vida trabajando como trapecista y caminando en la cuerda floja en circos llegó a convertirse en pastor anglicano? No lo sé. ¿Cómo este pastor anglicano llegó a trabajar en una misión católica en Swazilandia? Menos.


Yo sólo conocí a un viejo hediondo y gruñón, que se pasaba las tardes mirando a los niños jugar y que casi dejaba salir una sonrisa cuando estos se acercaban a saludarle. Yo no conocí a ese jovial tipo alto de ojos destellamente azules al que recordaban con tanto cariño. Ese que calmó las lágrimas de Tandi, las que no salieron con la golpiza del marido y quedaron para después, con una botella de vodka en una mano y un abrazo en la otra. Ése que en mitad de la noche se levantaba para arreglar tuberías rotas. Ése que se pasaba tardes enteras jugando a la pelota.


A ése del que hablan con tanto cariño, yo no lo conocí. Sólo conocí la nostalgia que patentaba en sus ojos gastados. Ésa que le queda a los hombres de gran corazón (a pesar del mal olor). 



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