sábado, 28 de abril de 2012

A la vuelta de la esquina, en Valpo.


Uno puede pasear por viarios rincones olvidados del  mundo, pero no necesitas ir tan lejos para encontrarte con escenas entrañables.
Caminando de noche por una calle de Valparaíso, camino al terminal de buses, me encontré con una de esas señoras que viven en la calle, o que pareciera que viven en la calle, de ésas que pasas por al lado sin saber su historia. Estaba prendiendo un brasero. Con un cartón avivaba el fuego que la abrigaría para sobrellevar la fría noche porteña.
Frente a ella, a un metro de su brasero, un borracho. Un borracho al que sin conocer describiré como un viejo simpático y bonachón. Sólo porque se me da la gana. Sólo porque hace falta inventarse razones para creer en gente linda.
A un metro de distancia el viejo borracho hinchaba sus pulmones con esfuerzo, los llenaba de aire y con más esfuerzo soplaba tan fuerte como podía. Soplaba para avivar el fuego en el que la vieja vagabunda con ahínco trabajaba.
Soplaba y soplaba el borracho. Su obra de caridad. No tenía cuenta bancaria para pasar fondos a alguna ONG. Tenía pulmones. Y se los gastó soplando y soplando para que la vieja vagabunda tuviera calorcito en la noche. Soplaba y soplaba porque para tener corazón, me invento yo, basta con tener pulmones y aire que soplar.



martes, 10 de abril de 2012

El Padre Gabriel.




Con cuidado le sirvió el vino en su vaso. No mucho, que el doctor lo había prohibido por sus más de noventa años. Esas ridiculeces con las que salen los doctores de repente. 


Le sonrió y le dijo "Good, boy! Good, boy!". El Padre Gabriel no era una persona que sonriera mucho. No era una persona que sonriera en lo más mínimo. Pero cuando le servían vino la sonrisa se escapaba sola. 


Su corto genio no era la única razón por la que no se podía conversar con él. A los noventa y tantos sus oídos no lo acompañaban y su marcado acento inglés no era fácil de descifrar entre los pocos dientes que le quedaban. Aún así, la razón más fuerte por la que no se podía conversar con él era tan fuerte como lo era su olor. Un inglés que nunca marcó su vida con hábitos de aseo, no la iba a marcar de viejo.


Estuve un mes compartiendo con él en la misión de Saint Joseph en Swazilandia. A la semana de olerlo y verlo con la misma ropa, se lo comenté a otro de los padres de la misión. Una risa fuerte y una mirada de niña tonta me respondieron. "¿Una semana? Lleva meses sin cambiarse de ropa!". Sus uñas eran un poco más cortas que sus dedos, la silla de ruedas en la que se desplazaba olía a orines y literalmente era imposible estar con él en un espacio cerrado. La marca del miércoles de ceniza le duró más de una semana en la frente.


Testarudez irrefutable. A la enfermera que le contrataron para que lo asistiera la sacó a patadas. Y por patadas quiero decir patadas. Para qué enfermera? Si él se las puede arreglar por sí solo. Y ese arreglárselas por sí solo es simple: ni asearse ni cambiarse de ropa. 

¿Cómo un huérfano inglés que se dio paso en la vida trabajando como trapecista y caminando en la cuerda floja en circos llegó a convertirse en pastor anglicano? No lo sé. ¿Cómo este pastor anglicano llegó a trabajar en una misión católica en Swazilandia? Menos.


Yo sólo conocí a un viejo hediondo y gruñón, que se pasaba las tardes mirando a los niños jugar y que casi dejaba salir una sonrisa cuando estos se acercaban a saludarle. Yo no conocí a ese jovial tipo alto de ojos destellamente azules al que recordaban con tanto cariño. Ese que calmó las lágrimas de Tandi, las que no salieron con la golpiza del marido y quedaron para después, con una botella de vodka en una mano y un abrazo en la otra. Ése que en mitad de la noche se levantaba para arreglar tuberías rotas. Ése que se pasaba tardes enteras jugando a la pelota.


A ése del que hablan con tanto cariño, yo no lo conocí. Sólo conocí la nostalgia que patentaba en sus ojos gastados. Ésa que le queda a los hombres de gran corazón (a pesar del mal olor).