Uno puede pasear por viarios rincones olvidados del
mundo, pero no necesitas ir tan lejos para encontrarte con escenas
entrañables.
Caminando
de noche por una calle de Valparaíso, camino al terminal de buses, me encontré
con una de esas señoras que viven en la calle, o que pareciera que viven en la
calle, de ésas que pasas por al lado sin saber su historia. Estaba prendiendo
un brasero. Con un cartón avivaba el fuego que la abrigaría para sobrellevar la fría noche porteña.
Frente
a ella, a un metro de su brasero, un borracho. Un borracho al que sin conocer describiré como un viejo simpático y
bonachón. Sólo porque se me da la
gana. Sólo porque hace falta inventarse razones para creer en gente linda.
A un
metro de distancia el viejo borracho hinchaba sus pulmones con esfuerzo, los
llenaba de aire y con más esfuerzo soplaba tan fuerte como podía. Soplaba para avivar el fuego en el que la vieja vagabunda con ahínco
trabajaba.
Soplaba
y soplaba el borracho. Su obra de caridad. No tenía cuenta bancaria para pasar
fondos a alguna ONG. Tenía pulmones. Y se los gastó soplando y soplando para
que la vieja vagabunda tuviera calorcito en la noche. Soplaba y soplaba porque para tener corazón, me invento yo, basta con tener pulmones y aire que soplar.