Tenía pendiente relatar la historia del Nguillatún, la celebración Mapuche en la que se le pide a la Madre Tierra, a la Ñaku Mapu, por la generosidad de sus frutos.
Cómo datos técnicos, el Nguillatún dura tres días en los que se celebra reiteradamente un rito en el que un grupo de hombres baila, un grupo de mujeres canta y el resto de los hombres rodea la herradura de ramadas montados a caballo y cantando gritos de guerra.
Saliendo de lo técnico, el Nguillatún es la celebración del ser Mapuche, de su ser conectado con la Tierra, de su ser respetuoso y agradecido por los regalos de la naturaleza, de su ser que sólo es en comunidad. Porque el ser en soledad no existe en esta tierra entre montañas de cielo azul. El Nguillatún recoge la esencia Mapuche y la celebra en un espacio de libertad, de verde, en el que se baila para la Tierra, se canta para la Tierra, y se recuerda la esencia luchadora de la gente Mapuche.
Mientras más conozco a este pueblo originario, mientras más comparto con ellos, mientras más admiro a Eva por la pasión que se le arranca de su alma Pehuenche, menos entiendo las contradicciones con las que este pueblo debe vivir.
Nos queda tan lindo el discurso en el que decimos que lo bueno de la historia es aprender de nuestros errores y así no volver a cometerlos. La época de colonización española en mi Latinoamérica fue aberrante, en especial la evangelización. Yo soy seguidora ferviente de Jesús y de su mensaje. Que es un mensaje bastante simple: Amor. Y en este amor, el respeto y la humildad.
Pero cuando recordamos la evangelización, acordamos en que el trato a los pueblos originarios fue inhumano y en general lo decimos pensando en la sangre que se derramó. Siempre la opresión física es la que más nos impacta. Pero cuando no es sangre la que se derrama, cuando no es el cuerpo físico el que se aplasta sino el espiritual, no nos alarmamos tanto.
Los pueblos originarios de América poseen una sabiduría y una cosmovisión que es parte de su vida y de sus actos en todo momento, no sólo de una hora un domingo a la semana. Despojarlos de sus tradiciones y de sus costumbres es lo que más debería escandalizarnos de la evangelización. Jesús nos pidió que transmitiéramos su mensaje de amor, no que impusiéramos ritos.
Y aquí es donde me vuelvo a preguntar qué pasó con ese discurso de aprender del pasado. El alma y la esencia de los pueblos originarios se siguen masacrando. A Giordano Bruno lo mataron cuatro siglos atrás por decir que Dios está presente en la naturaleza, en la tierra. Eso hoy nos parece una barbarie, porque sabemos que Dios está presente en todo y en la naturaleza. Aún así, aunque hoy no quemamos a los mapuches por celebrar a la tierra como se hizo con Giordano Bruno, lo que se les hace es peor, porque es un martirio silencioso.
Vivir el Nguillatún fue una experiencia sobrenatural. Vivir en comunidad. Sentir la energía que se genera de la intensidad y el orgullo del quien soy, de quienes somos. Pero no dejó de estar ajeno de dolor. El dolor de quienes lamentaban ver a una comunidad más pequeña y a un grupo de Pehuenches Mapuches que sólo eran expectantes desde fuera. Que miraban desde fuera sin libertad, con miedo, cuando las iglesias llegan a remotas tierras acusando de ritos paganos que te llevan al infierno. Acusando de matar tu alma. Aparentando un apoyo cultural porque les mantienen el lenguaje, pero juzgando e impidiendo el desarrollo de cualquier actividad que no sea la que su iglesia impone.
Mientras iba conociendo a quienes me dejaron participar de su Nguillatún, a quienes me hicieron parte de su familia y compartieron el techo de su ramada conmigo, no dejaba de pensar en lo que decía Alberto Hurtado “Qué haría Cristo en mi lugar?” Y la respuesta sigue siendo la misma para mí. Jesús hubiese estado feliz de ver a este grupo que compartía su mensaje, Jesús hubiese disfrutado del queso asado en la tortilla, hubiese amasado y frito sopaipillas, hubiese chupeteado con ganas las costillas de cordero y le hubiese bailado a la tierra. Y sin embargo hay quienes en su nombre juzgan. Y por más juicios que escucho, no logro recordar a Jesús juzgando.
Afortunadamente, este relato tiene un final feliz. Con una felicidad que viene de un lugar bastante obvio. Viene de los niños. Esos niños que se pasaban la tarde ensayando los pasos del baile, que ardían en ansias por entrar al círculo a bailar y que volvían preguntando orgullosos si es que los había visto. Esas niñas que soñaban con el momento en que les tocara entrar al círculo a cantar. Esos niños que tienen la suerte de tener familias orgullosas de ser quienes son. Orgullosos de decir SOY. De aceptar y crecer en este mundo que cambia sin dejarse atropellar, sin dejarse arrastrar. Sin dejar de ser.
Hasta cuando seguiremos con una concepción de evangelizar que implica imponer? Cuándo nos daremos cuenta que la forma es compartir, aprender y entender? Es necesario ver sangre para decir basta? Cuándo empezaremos a escandalizarnos por los atropellos del alma? Por la indignidad?
Gracias Eva por dejarme conocerte, por dejarme ser parte. Aunque al principio no querías que fuera, querías esperar a que estuviera más preparada, pero al final me sentiste lista para entrar a este Nguillatún, con lo wei wei lonco que dices que soy. Me llevo esta experiencia en el corazón. Me la llevo a otras tierras, pero con una energía que recorre cualquier distancia, la energía del respeto y el amor.