sábado, 28 de mayo de 2011

Un Día en Thohoyandou

Como ya había contado, Malamulele sólo llega a categoría de pueblo, por lo que hay veces en las que es necesario partir a la ciudad por algunas cosas. Así que un sábado cualquiera, partimos en la backy, nuestra leal y destartalada camioneta, con las checas, Saša y Kristina, e Ignacio, a “la ciudad”, a Thohoyandou, sin saber que después de hacer las primeras compras partiría la más emocionante, aterradora, disparatada y agonizante aventura que se pueda contar: Ir al baño.
Todo partió con las inocentes ganas de Saša de ir al baño, que pronto se me contagiaron. Así que fuimos al baño del Shopping Center. Pero, oh, oh… Cerrado. Segunda opción, partir a un restaurant, a uno bien decente, pero de nuevo, oh, oh… Cerrado. Ocurría que en forma nada inusual, el agua estaba cortada en toda la ciudad. Como la lógica no supera las ganas de ir al baño, seguimos buscando restaurantes esperando que alguno tuviera la puerta del baño sin llave. Pero otro restaurant, otra llave en la puerta.  
Cada paso nos hacía sentir la agonía de nuestras vejigas llenas de orina. Cada gota de transpiración nos hacía odiar al sol que las provocaba. Cada comentario de Ignacio “típico de minas que van al baño a cada rato” nos hacía detestarlo más y más.
Seguimos la búsqueda en cada restaurant e intento de restaurant que encontramos, dispuesta a comer Pap con tal que nos dejaran usar el baño. Pero nada. Llegamos a una estación de bencina, y la respuesta fue la misma. Pero la ira checa se apoderó de Saša, y el guardia escuchó sus quejas sin inmutarse para contestarle “sería mejor que fueran hombres, así les sería más fácil ir al baño”. Con esto la ira checa contagió a la chilena y el guardia al fin terminó al menos, dándonos la locación de un baño público. El olor guió nuestro camino. Llegamos con la esperanza de que nos dejaran pasar. Sin sorpresa, el agua estaba cortada, pero los baños no tenían llave, es más, ni siquiera tenían puertas. Y como si fuera poco, para entrar había que pagar. Pagar por ese baño, ESE baño, el más terrible de todos los baños, y eso que en baños huácalas con orgullo puedo decir que tengo experiencia; pero como ya dije, las ganas superan la lógica: pagamos.
Entramos con la nariz tapada. Entramos para encontrarnos a las viejas sentadas, porque recuerden que no había puertas. Entramos para encontrarnos los wáteres repletos de confort usado y de “otras cosas”. Entramos para dar término a casi una hora de búsqueda, de sufrimiento, de desesperación y desesperanza. Entramos para dar a nuestras vejigas el alivio que buscaban.
Como a Ignacio nos acompañó en toda la travesía, cuando se le ocurrió que quería ir a un bar a tomarse una cerveza, no nos quedó otra que seguirle el paso. Se consiguió el dato de un bar y partimos de nuevo, y aunque andar en búsqueda de una cerveza es mejor que andar en búsqueda de un baño, regañamos todo el camino: que el bar iba a estar lleno de borrachos, que iba a estar cerrado, que la cerveza iba a estar tibia, que lo más probable era que el barcillo este, el Koroni, ni existiera, la cosa era regañar. Jamás, jamás, pero es que jamás pensamos que llegaríamos al paraíso al que llegamos. Era el bar de un hotel cinco estrellas!!! (en realidad eran solo tres, pero después del baño público al que fuimos parecía de cinco). Y SÍ tenían cerveza, helada, rica, en una silla con sombrita, al lado de la piscina. De la piscina!
Nos tomamos las cervezas con ganas, con hartas ganas. Y adivinen que pasó después de tanta cerveza: nos dieron ganas de ir al baño. Pero el baño del bar era limpio, olorocito, tenía confort y tenía agua, se tiraba la cadena, y tenía hasta de esas cositas que secan las manos con airecito calentito después de que te las lavas.
Fue un día para no olvidar. Creo que ahora no importan las vicisitudes que me traiga la vida, siempre recordaré aquel día en Tohoyandhou y pensaré que no importan las agonías y traiciones de la vida, después de la tormenta siempre sale y brilla el sol (y brilla mucho más, si se acompaña de una cervecita).